En el último trago

En el último trago nos vamos
Ilustración digital, 2018.
NITB



Me he cansado de masticar las partículas que descomponen el sonido, me he tragado las pastillas suficientes para que mi corazón extinga sus ánimos, miro a mi alrededor y no dejo de pensar en el sabor madera del whisky sumergiéndose en mi abismo de troglodita, los días son un trasplante de cristales rotos y las noches una tumba lamiendo mi pecho. Las personas continúan pensando en mis canciones y yo aquí, desde la orilla, en el rincón de una cantina. Hundiéndome cada vez más en esté vaso de whisky; cuando la infancia raspaba mis rodillas y los dientes eran de leche, la inocencia vacilaba frondosamente con la imaginación, pensando en aquella historia de vaqueros, alguna vez fui el forastero que entraba en el saloon, tan sólo para imponer el orden y rescatar a la hermosa damisela, hoy día, la barbilla no descansa y me he dejado crecer pelos que pican mi propia necedad de creer que requiero un día más.
   El cantinero mira con aires de grandeza, es fácil observar y criticar e imponerse cuando se está detrás de la noche borracha. Pero es más fácil culpar a los demás, es más sencillo electrificar tus dedos cuando te estremeces en una época que no te ama, eres un defecto más en el rostro del mundo, quizás la existencia nos coloca a propósito, somos un juego, sabe que debimos de nacer en otra época, en otro lugar, pero juega con sus peones, a veces debe de ser divertido ser Dios, en otras ocasiones nuestros instintos se encapsulan en un cubo de hielo que enfría el último trago. El cantinero demuestra saber todo, pero, ¿Qué puede saber de mí? Si soy un forastero en la tierra marchita.
   La espalda se cansa al pensar en ese pedante sonido del que soy cómplice, parece que soy un criminal cuando las notas se clavan en oídos, sé que soy bueno, sé que puedo hacerlo mejor, sé que mis noches son epidermis de concreto, sé que las melodías están estructuralmente producidas con una única finalidad, la elaboración de torres de billetes que no requiero realmente, que no pretendí nunca, finalmente estoy en la última parada, no hay otro lugar en donde colocarse.
   La cantina es tan oscura que se asemeja a los ojos de la última víctima de mis deseos infraterrestres, denunciando el color pedante de este lugar, la suciedad que brota me hace pensar en las palabras que ella canta, que no necesito, que nunca pedí, sentado en un banco de madera vieja, junto a una barra que está maquillada para aparentar, parece que todos vivimos de apariencias y yo me siento parte de estos mitos sangrantes. Las sombras se están tragando a los hombres ebrios y las mujeres de labios navaja, los adormecimientos se fecundan en las canciones que suenan en la rockola. Estoy tan cansado de continuar con esta gira, dominado por mis propios sueños, y recuerdo aquellos días de lúgubre silencio en mi habitación, con mi guitarra, sintiendo las cuerdas que derramaban un llanto de mar ebrio de diecisiete años.
   El cantinero revisa mis manos, observa que mi vaso ha perdido el líquido que corroe el espíritu, ofrece más— ¿Te sirvo otro? —, lo miro y arrojo el vaso, solicito más, para olvidarme de mí mismo, desgarrando mi corazón en una sola noche de presencia insólita, — ¿De dónde vienes? —pregunta otra vez el sujeto.
    —De por ahí. La ciudad de las cucarachas. —digo con un sabor seco, como el whisky que bebía.
   —¿Y la guitarra? —vuelve a indagar, mis ojos caídos no quieren siquiera levantarse para observar el rostro en pedazos de aquel.
   —Soy músico. —respondo.
   —Aguas, pues esos dos ya te echaron el ojo. —me dice, muy probablemente eran tipejos de la noche que pretenden destinar mi vida hacia otra tragedia, en un camino de fuego. Cuando por fin me digno a levantar la mirada, veo que el vaso resguarda más bebida, las melodías indican mis pesadillas. Está noche me he dedicado a olvidar mi vida, pues realmente estoy en el punto máximo de mi conceptualización de neuronas, en mis virtudes encuentro más naufragios de los que alguna vez soñé.
   Al fondo, una mujer de cabello negro, con el rostro frágil, como el de una pequeña muñeca antiquísima, su piel tan blanca como los huesos de un amor endurecido, en el sacrificio de mis venas, allí ella, vistiendo de rojo, y ojos grandes que observaban la distancia de los recuerdos amorfos que se enclaustran entre las uñas, aquellos que alguna vez fueron un repaso de nuestras sonrisas, hoy tan solo son color azul celeste que se divide en dos terrenos insensibles. Aquel par de ojos grandes están tan vacíos, el cantinero nota que yo siento aquella presencia de luciérnaga en un mundo indeseable.
   Pero soy un hombre desértico que se estrangula con sus propias palabras, las mujeres tienden a confundir miradas de telarañas con una explosión volcánica de coqueteo, puedo inducir mis pensamientos y sé que es atractiva, pero no tengo oportunidades con los ensueños de una mujer como ella. Sembrando mi fuego en la barra otra vez y otro trago a aquel vaso que respira un aliento a navajas de afeitar posando nerviosamente en las muñecas.
   Vuelvo a mi estado puramente negro, en donde el sonido de la rockola esparce a Pedro Infante cantando Me canse de rogarle en los oídos de aquellos ebrios que cantan a la par del ídolo del pueblo, yo, encuentro aquellas palabras similares a lo que siento por mi vida, es esa misma sensación al escuchar Crowds de Bauhaus. Los paisajes que se encuentran en las palmas de mis manos, son dos rostros cadavéricos que me odian, que me odian cuando producimos sonidos enfermizos que nos provocan una determinación de corazones engrapados.
   —Sírveme otro... —digo.
   —No te aboraces... —me contesta el cantinero mientras agarra mi vaso para servirme más de aquella bebida que me está dislocando las partículas. En la efímera sensación de sentir el vapor dibujando mis facciones. Comienzo a pensar en aquel escenario en el que me encontré esta noche, tocando pequeñas notas que componían bases acuíferas, ahora mi dueña-dirigente estaba en una etapa de boleros, rescatar el sonido de Julio Jaramillo, Roberto Cantoral o Los Panchos, ya habíamos pasado por diferentes etapas que me hastiaban, hubo etapa de música pop sencilla, hubo un momento en que quiso incursionar en el soul, el jazz y el blues, fue invitada a aparecer en canciones de salsa y cumbia, género que desprestigiaba de más joven, pero al ver cómo estaba vendiendo accedió, después llevó su frágil y melosa voz a una especie de sonido tropical, después de un tiempo regresó con la idea de hacer algo al estilo Björk, pero se hartó, entonces comenzó la etapa de boleros, quizás en un tiempo sacaría algo como rap o reggaetón, no me sorprendería.
   El cantinero me coloca enfrente el vaso con whisky, la chica pálida al otro extremo me mira fijamente, notó que por una milésima de segundo, yo también la vi, prefiero no prestarle atención a la mujer. Continúo bebiendo y mirando las yemas de mis dedos. Pensando cómo debo pensar, mis articulaciones están confeccionando un camino hacia la tormenta profunda en el espejismo de los arreglos que produzco sin atender realmente mis ilusiones.
   Los borrachos desarrollando un ambiente cálido, por mi cabeza pasan canciones de José Antonio Nachón, aquellas letras con las que me identifico tan certeramente, a punto de revolcarme en violines y violonchelos, mirar mi reflejo asentándose en el whisky y esparcir mi llanto por dentro, para quemar las naves.
Algo más que razón para entender
algo más que cuerpo para ser
algo más que rabia para luchar.
   Es Algo más que la vida, diciéndome que no es suficiente, nunca es suficiente, tener amor no ha bastado, tener cuerpo me lubrica para deslizarme por las calles y no sentirme parte de este mundo. La chica continúa observando este ser que soy, con hambre de existir y no a la vez, como Papasquiaro en Soy y no, dentro de mi cielo personal la esperanza es una pistola cargada de días irregulares.
   Ella se acerca con un toque cauteloso que hipnotiza mis pulsaciones de estrella negra, mis estructuras se derrumban al ver aquellas piernas blancas, largas y hermosas, mis ojos apuntan sólo abajo, ella sonríe, sus labios son carnosos y tiene un cabello color medianoche que me hace sucumbir, las paredes de mi cabeza están palpitando.
   —Hola. —dice, sus manos son delicadas, cuidadas— ¿Me invitas un trago?
   El aire carmín que ella desprende, el sabor a ciudad rota, soy el mingitorio de Duchamp, un ser simple y escatológico, somos Rolla de Henri Gervex, ella es aquella mujer recostada en la cama, la reconozco ahora y digo con un toque temeroso— Ho-ho-hola... —, ella sonríe nuevamente y ofrenda un pestañeo que podría enloquecer a cualquier ser en esta sagrada noche de reconocimiento e introspección— ¿Qué quieres?
   —Un martini sucio. —indica, el cantinero comienza a preparar, mi funcionamiento de desenlace de los cuentos grises que se entrañan en mi lengua. Regresa sus ojos delineados a mí— ¿Cómo te llamas?
   —Alfredo. —le digo, ella suspende su sonrisa por un momento y yo acciono en retazos de pensamiento que distorsiona las leves turbulencias de perderte en el whisky. La mujer vuelve en tejido de franquicia que muta nuevamente en una media luna entre sus labios— ¿Y tú?
   Parece no percatarse de mi pregunta, y en dado caso que me haya escuchado, las mujeres como ella, prefieren mantener en secreto algunas cosas. Omitir pequeños detalles de nefasto olor cantinero. Las mujeres como ella son un catálogo de tiernos infiernos dentro. Bukowski escribió tanto sobre este tipo de mujeres que me cansaron antes de conocerlas en carne propia, ahora, hundido en mis miedos y dolores, estoy justo frente a una, casi legendaria. Puedo esparcir mis conceptos y autobautizarme como una pieza de Yoko Ono. Soy el concepto más histérico y negativo entre todas las puertas que arden y no pertenecen a ningún lugar.
   —¿Qué estás bebiendo tú? —pregunta ella, me percato de los delgados dedos que completan su mano. Pienso instantáneo en Joy Division y la muerte de Ian Curtis. Pienso en Digital y es que su rostro me hace recordar ese bajo tan oscuro. Parece que los borrachos desaparecieron de pronto. Mi silencio es hueco, mi lengua estéril.
   —Whisky. —contesto a secas, ella frota su mano en la barra con un ritmo lento que podría confundir a cualquier hombre, mis ojos recorren la silueta femenina que determina la composición de su ser. Un pequeño y coqueto  pecho con dos copos de nieve, una pequeña cintura y caderas anchas, un vestido que simula sangrar por el color rojo, sus piernas cruzadas que delinean un perfecto camino, la carne que funciona como su cascarón, parece haber sido creada para que en este momento yo la viera. Pero el destino me ha abandonado muchas veces.
   El cantinero coloca el martini sobre la barra, después frunce el ceño, en tono de hastío y cansancio. Ella no contesta, pues sigue atenta a mis movimientos presurosos y sabor cristal. Antes de pararme en este sitio negro en donde las personas afeitan sus melodías, caminé sin rumbo cuestionando mis células, acercándome al ordinario mundo de la noche luego de sollozar con mis dedos las canciones que no me pertenecen, canciones que parecen descomponerse gracias a aquella pequeña mujercita de veintiséis años de cabello en pequeños rulos rojos y naranjas, con voz empalagosa que me tritura los tímpanos, últimamente los pies me han pesado y me ha sido difícil creer en un mañana.
   —¿Y qué tocas? —pregunta ella, después de llevar el martini a su boca.
   —La guitarra.
   —Eso lo sé, me refiero, ¿Qué género?
   —No sé cómo describirlo —digo—. Es pop, pero ahora mismo suena como boleros. —, vuelvo a beber, un trago amargo que me hace caer por dentro en la plaza de mi alma.
   —No te escuchas muy animado al hablar de eso. —contesta.
   —¿Tú crees? —le pregunto con cierto toque de sarcasmo— En fin... ¿Qué haces aquí?
   —Vengo seguido aquí. Para beber algo. —me indica, probablemente sea una prostituta que busca fidelidad en un encuentro triste de sexo banal que no dura más de veinte minutos y cuatro posiciones en eterna soledad, quizás el contacto no me está haciendo bien— ¿Y tú?
   —Fue una noche pesada. Sólo necesitaba despejarme un poco —le explico, extraviado en mis caminos, con la nostalgia sazonando mi sonido, en la agonía de mi piel madera. Ella espera más palabras que desemboquen un solitario encuentro—. Hoy tuve un concierto.
   —¿Cómo se llama la banda? Quizás la he escuchado...
   —Lo dudo. No pareces del tipo de persona que escucha eso.
   —¿Y qué parezco?
   —No lo sé.
   —Ponme a prueba. Dime el nombre.
   Ese maldito nombre que no me representa en ningún sentido, esa frialdad en el rostro de las personas que nos escuchan a distancia, soy un dolor de parto en cada paso— Romina Watts y los versonautas con botas. Es un nombre estúpido... —, ella sonríe por un instante y nota que me afecta tanto pertenecer a la mediocridad de las partículas esparcidas en madrugada.
   —¿Quién no ha escuchado su música? —cuestiona ella.
   —¿En serio?
   —No. No la conozco. —responde bruscamente y suelta una carcajada que me erosiona el pensamiento, soy una bala contagiada de pájaros y vuelos subterráneos.
   —Lo suponía. —le digo, vuelvo a beber.
   —No te sientas mal. Pero no es algo que yo escucharía.
   —Digo lo mismo. —expreso y nazco nuevamente en un calvario, crucificado en la fe del mundo.
   —Suena a música aburrida.
   —Los boleros no están mal... Pero la chica los descompone, no niego que tiene una buena voz. Pero la idea del arte que sólo tiene un destino... Me irrita.
   —¿Ella te irrita? —pregunta la mujer sin nombre, canción sin nombre de cantina adormecida, eutanasia el día de mi cuerpo haciéndole el amor a la piel de una vida calmada bajo el mar erótico.
   No contesto, únicamente bajo la mirada con quietud, casi invisible es mi paz, casi invisible también mi guerra, pero soy un ingrato, con todas estas contradicciones perforándome las mejillas. Un borracho se levanta repentinamente y se acerca a la barra, viene escurriendo alcohol y haciendo un pequeño camino con esa vida desperdiciada. El alcohólico se aproxima y grita— ¡Cabrón! ¡Ya sírveme otra chela! ¡Te’stás haciendo pendejo!
   —¡Cálmate Félix! ¡O te saco a patadas! —exclama el cantinero amenazando a aquel ente embrutecido, de cabello canoso y barba de días, un pequeño saco sucio y gris que oculta aquella camisa mugrienta, su pantalón es café y basta con mirar, para saber que el hombre se ha perdido entre los acordes de la noche, mucho tiempo atrás. El cantinero me mira y lanza una mueca acusativa, intentando empatar pensamiento conmigo, pero a mí, todo me ha dejado de interesar.
   —¿Y? —vuelve a indagar la mujer.
   —Sólo estoy cansado, tan cansado. —le respondo, ahora comprendo a mi abuelo, perdido en el alcohol, necesitaba algo más, no sólo aquella alarma que lo despertaba continuamente, ni un solo día fallar, una mujer esclavizada en la cotidianidad, ahora comprendo el éxodo que emprendió sobre el lomo de las moscas al desprenderse de su cuerpo en un único tiro que regó sus ideas sobre la bañera.
   —A mí me pareces más bien agonizante. —dice ella, pero no sabe nada, ni siquiera su nombre recuerda, hundida en esta cantina perdida en un lugar abandonado donde sólo habitan los despojados, los desposeídos, los que acumulan recuerdos para engañar a sus mentiras, disfrazar los vacíos con simple esperanza es lo más común que puede hacer un peón.
   —¿Quieres otra? —pregunta el cantinero y con un movimiento sencillo indico que sí, que requiero más, el ebrio a un lado mío de nombre Félix se acerca tan sólo un poco y coloca una de sus sucias manos en mi hombro, entonces, con un aliento alcohólico que deja sobre mí, se arrima a mi rostro.
   —Esta mujer, vida mía —dice—. Es un ángel, compañero. Es un ángel. —, sus ojos enloquecidos me hacen rebotar en poemas que alguna vez sustraje para estar domesticado por una mujer a la cual llamar amante. Tan sólo observó su mano sobre mi hombro, la mujer a un lado mío tiene una fama de diminuta en este lugar.
   —¡Déjalo en paz! —vuelve a gritar el cantinero.
   —¿No tienes unas monedas que me regales? Regálame un trago... Hoy por mí, mañana por ti. —suplica el sujeto que desprende ese característico toque de perdición y disminución de respeto por sí mismo, es sencillo ofrecer un mañana, nada debe de saber un simple borracho acerca de la mutilación de la semana.
   —¿¡Quieres qué te saque!? —vuelve a gritar el cantinero, el ebrio se cansa de esperar una respuesta en forma de monedas por mi parte, se aleja cobardemente, soy Caín azotando una gran roca sobre Abel, estoy condenado a repetir el mismo ciclo, día con día y el mañana es una farsa. La simple y distante mujer continúa bebiendo, el cantinero se cansa y se abalanza hacía Félix, como con el ritmo de la tarola de Max Roach, violentamente empuja, los amigos del ebrio se aproximan, juran que controlaran al ebrio, pero confiar en estos parásitos es entregarte al borde.
   —¿Y por qué no simplemente acabas con eso? Te sales de la banda, comienzas algo nuevo. —sugiere la chica, los borrachos ahora pronuncian retazos perdidos de Amnesia de José José.
   La comprensión puede sembrar destellos como agujas que se entrometen en nuestra sinfonía, el piano de mi nerviosismo suplanta mi tez, los ojos ahora señalan la nada.
   —Cualquier escenario puede saber a fuego. —contesto con toques de misticismo, pero quizás no me comprende, y no hace falta, pues sé a dónde pretende llegar, consumir mis vicios evocados por un estuche de lágrimas, diluviar mi cuerpo en corazón encerado, damnificar nuevamente su clítoris con un desconocido, ser sonrisa entre la fría atmósfera en la que estamos, encontrarse en una laguna en donde vaciar su espíritu.
   Ella no parece comprender que va más allá de un simple sonido, que la melodía que fantaseaba no se parece para nada a mi presente, me encuentro tan solo en este camino, pero aún así, le dedico una pequeña sonrisa que ella remata con un sorbo a su bebida. Los alcoholicos continuan con su dolor y el viento que yace en mi columna se esparce hasta envolver mis adentros con un frío descomunal. La resistencia que emprenden mis divididas personalidades se parece a las alas de un ruiseñor. En dos rápidos sorbos me termino el whisky, y mi consciencia comienza a desmoronarse, soy una mañana con agujeros en su cuerpo, ella mira al cantinero por un instante que parece gota de lluvia, y afuera debe de llover, pero adentro no sé que sucede. A nadie parece importarle que la luna sea un gran foco, puedo anunciar que se incendia un corazón, pero realmente, ¿A quién le importaría?
   —¿Cuánto llevas en la música? —cuestiona ella en un rasposo momento mientras los ebrios se exterminan por sí solos, tan sólo dejando fragancia de su existencia, una estela de alcohol en su camino.
   —Toda mi vida. Mi abuelo fue músico, mi padre igual. —le respondo pero no pretendo abordar mi pasado, eso es lo que me ha llevado hasta aquí, el final del camino, en el último refugio que pude encontrar, una cantina perdida en donde dejar escapar lágrimas.
   Prontamente Equipose de Max Roach comienza a fecundar destellos de delirio transeúnte en mi cabeza, la locomoción de mis virtudes se accidentan en la circunferencia del vaso que resguardaba la bebida a la que llamaba salvación. Pocos hemos estado parados frente a la puerta del infierno y dilatamos en agujas nuestros sueños.
   —¿No quieres saber a qué me dedico? —cuestiona ella en interferencia de las células.
   —Supongo que aunque no quiera me vas a contar. —digo e inmediatamente sonrío para no despertar al demonio que puede habitar esa piel blanca.
   —Soy coach en un programa de vida —dice con fuerza—, ¿Sabes cómo es eso?
   —No. ¿Un programa de vida?
   Los ebrios continúan el ritual de la noche como viles duendes que pretenden ser doblegados por sus vicios, el orden cronológico de mis latidos se parecían a Venus in furs de Velvet Underground, rememoro aquellos días en guitarra acústica mientras la cantidad de cosas etílicas permanecen frunciendo el ceño con cada trago de tequila.
   —No podría contarte, tienes que vivirlo por ti mismo. —me explica, pero, ¿Qué puede saber está mujer con tintes bukowskianos sobre enseñanza de vida? Ella está en una cantina de mala muerte, presumiendo ese par de pechos blancos cubiertos pero sonrientes y hablando con un desconocido que tiene el espíritu roto.
   —Ok. —respondo, y sé que las personas ejecutan una maniobra de odio por mi respuesta tajante que alimenta la evaporación, y continuo creyéndome una zanja donde Lou Reed y John Cale desprenden articulaciones musicales.
   Pero recuerdo aquella ocasión, cuando mi padre cayó en automático en un círculo vicioso de náuseas, ser un sirviente obediente, simio dispuesto a reproducir los mismos acordes que mis antepasados rascacielos en colapso. La mujer sin nombre promete un día más, poco a poco, la esperanza es un privilegio que otorga la vanidad de creer que no eres finito, en cualquier instante te puedes desmoronar, tan solo hace falta un simple soplo que te recuerde que eres polvo, lo que tus antecesores custodiaron con tanta determinación se enfrenta al mundo real, donde todo hace daño y puede romperte. Pero la dueña-ejecutora que decide mi estancia en esta canica gigante que es el mundo me hizo tocar hoy After hours de Velvet Underground.
   Quizás en algún momento mi voz seca se confundió y está mujer sin nombre que quiere aparentar contestar todas las preguntas que el ser se ha hecho a lo largo de la finitud, al final, todos necesitamos un trago, para algunas personas el trago tiene otra customización, cada quien se extrae de su cuerpo con diferentes métodos.
   —Sé lo que estás pensando, Alfredo. —dice ella, la observo como si se tratará de un comentario fuera de lugar en una cantina sucia y de paso.
   —¿Eh?
   —Piensas en cómo puedo enseñar sobre la vida si estoy en una cantina, de noche... Perdida... —me explica, sonrío en tono de reverberación.
   —Sí. —respondo con franqueza. Ella sonríe también y vuelve a dar un pequeño sorbo que humecta sus labios que parecen esculpidos por unas manos tan sensibles.
   —Me concentro en hacerles ver el día siguiente como una esperanza, que tengan y no presente la finitud. Al final, todos desean dejar huella... —pasa su mano izquierda muy cerca de la mía y siento mi piel congelarse en terreno baldío de expulsión de miedos y disparos.
   —¿Y qué haces aquí? —le cuestiono.
   —Hablar contigo.
   —Me refiero... ¿Por qué llegaste aquí? ¿A buscar presas para enseñarles eso?
   —No. Vine aquí por coincidencia, como la mayoría de los momentos. A menos que tú me estuvieras buscando, en dado caso: estoy aquí, contigo.
   Presiento un tango cubierto por una ligera capa de ruido que estrangula mis emociones, poco a poco, sé que puedo irme ahora, ahora que está junto a mí.
   —¿Por qué te estaría buscando?
   —Tú lo sabes. —me responde y siento como mi piel se eriza por tal contestación tan escabrosa, ahora estoy dominado no sólo por la lujuria que me hacen sentir sus piernas cruzadas, sino que me intriga su casi cadavérico rostro que me hace pensar en el final.
   El cantinero se revela un simple espectador, detrás de la barra puede presenciar cómo cada uno entra en el terreno de la oscuridad interna, cada quien se pierde a su propio gusto.
   —Esté es el último trago que me beberé... —le digo a la mujer.
   —Sí. —me refuta ella.
   Volteó a ver a aquel sujeto y entonces pido— ¿Me das otro? —, el hombre pone manos a la obra, y casi inmediatamente me entrega lo pedido, bebo con confusión y con mis amores ahogados en esté vaso con whisky. Como diría Rodrigo, le ofrezco a ella todo el tiempo vivido y este vaso henchido por un distante instanteun instante de olvido
   Ella sonríe y sabe que finalmente ofreceré mi noche a su desvelo, en el cierre de la noche la seducción de su mirada ha taladrado en mi corazón.
   —¿Nos vamos? —pregunta ella.
   —Sí. —y me levanto con cautela, dejando un único billete sobre la barra, miro a los ebrios por última vez y sostengo mi cuerpo con estas piernas y este funcionamiento de neuronas, caminando detrás de su silueta giro por última vez para reconocer mi cuerpo aún junto a la barra, con la cabeza recostada y sin respirar, Félix comienza a intentar hacer despertar el cuerpo, todo intento es inútil cuando se trata de la fuga.
   Entonces regreso hacia la silueta de ella, que es melodía y construye mi instinto de finitud, caminamos quedamente sobre las penumbras y salimos hacia la noche derrumbada.

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