El bolso (por Aérea Indira)

La tarde de aquel domingo comenzó a tornarse nublada y gris, una sospecha en el viento afirmaba sería de aquellas tardes vacías y con sabor de espectrales recuerdos, colmada de aquellos fantasmas que nos toman por sorpresa susurrando recuerdos al oído, la tarde de aquel domingo era un pronóstico de fulminantes pensamientos y encuentros con derrapantes sentimientos; sí, las siguientes horas grisáceas prometían no dejar espacio al duelo de los titanes que se revuelcan en las entrañas, que nos incendian las pupilas con el mismo fuego que pinta carmín los labios, furia dominical con un rezo en la lengua y odio en el corazón, ese odio que carcome de poco a poco la razón, negro como ónix, veloz como gacela, furioso como maremoto, ese que sustituye al amor cuando este nos ha abandonado, cuando nos vimos caer como Ícaro, dejando derretir nuestras alas en las manos incendiarias de aquel que nos prometió el cielo, el odio reemplaza cada beso que estampamos en la boca que sellamos y juramos amor eterno, cuando el amor se ausenta el odio convierte en nuestro aliado, en el resumen de lo que fuimos y lo que ahora somos, un saco saturado de olvido, un hueco enorme y pútrido que quedó de lo vivido, un terrible barranco atiborrado de restos y vísceras que alguna vez nos pertenecieron, un terrible encuentro con el espejo, la tarde de aquel domingo a ella le retumbaba el nombre de aquel homicida en los tímpanos; una, dos, tres, cuatro, cinco veces repitió su nombre mientras despostillaba la mirada frente a la imagen reflejada en el espejo, juró con la rabia de aquel odioso amor acabar con el enemigo, terminar lo que aquel ser había comenzado, poco reconocía de ella misma en la imagen reflejada, metió su mano en el bolso y saco un puño de pastillas, esa tarde estaba dispuesta de una vez por todas a terminar con aquel odio y sobre todo con aquel amor, colocó su mano derecha debajo del chorro de agua y bebió al mismo tiempo que tragó las pastillas, tiró un poco de agua en su rostro y acercó la mirada al espejo para limpiar las dos lágrimas que brotaron involuntariamente al recordar las promesas y peticiones de su amado, remarcó con lápiz negro el delineado de ojos, un poco más de carmín en los labios, dando un respiro para luego acomodar su cabellera negra y rizada, sacó el móvil del bolso y releyó los mensajes que él le enviaba, nuevamente no pudo contener el llanto, cayó al piso de aquel baño de la cafetería de Camelia y Héroes donde solía ir con él, en aquel barrio sucio donde ella creció –su odiada y amada Guerrero–, toquidos seguidos le sacaron de su estado de introspección.
   —Está ocupado. —respondió con la voz entre cortada, fría como navaja, espeluznante como garfio, y fuerte como ladrido; la mujer que estaba fuera, una mujer mayor, al escuchar la voz dio dos pasos atrás, al momento que se abría la puerta de metal pintado de blanco, para dejar ver a Luna ahí parada con el rostro de cien mil muertos sobre ella, vestía con una falda negra que dejaba ver sus hermosas piernas, él siempre amó sus piernas, solía decir que eran suyas y ella así lo juró tuya para siempre, blusa color carmín y zapatos de esos que le caracterizaban.
   —Disculpe, tardé un poco... —dijo Luna con voz sepulcral.
   —¿Se encuentra bien, linda? ¿Le puedo ayudar? —preguntó la mujer mayor, que bien en ese momento le recordó a su abuela.
   Luna sólo movió la cabecita de un lado a otro, dirigiendo un no, salió dejando un billete sobre la mesa donde solía sentarse al lado de su amante. La tarde era lluviosa, a ella no le importó, caminó por la calle de Héroes bajo la lluvia, ensuciando sus pies con el lodo de aquellas banquetas inundadas con charcos de cloacas, las pastillas comenzaban poco a poco a realizar lo debido, en ella crecía la necesidad espiritual y anímica de sostenerse en algo que le diese sentido al movimiento de sus pasos, pensó en las preguntas y en las respuestas de aquel sentido de ser y estar, se dio cuenta que ella misma no tenía acceso a esa información de su persona, mucho menos a la de él; la lluvia y los truenos le mantenían en pie, caminaba sin sentido alguno entre calles, sin rumbo fijo, ni objetivo alguno, pensó que la vida era ese laberinto infinito de pensamientos y reflexiones que nunca resolvería, se encontraba en un abismo y no era el de ella, se sabía finita e incalculablemente humanizada, pero anímicamente infinita, recordó la sonrisa del homicida, de aquel que le arrebató el corazón para tirarlo como pelota de gato, recordó su mirada y su voz, recordó sus manos fuertes y la espalda que adoraba, recordó los excelsos encuentros que pasaba a su lado, los vuelos, las caricias, las palabras, miró sus manos una y otra vez, recordó que con ellas le llevaba al mismo descanso a su traidor amante, observó nuevamente sus manos y sin más sacó del bolso aquella navaja suiza que guardaba desde que tenía quince años llegando a la esquina de San Fernando y Héroes se tiró junto en la banqueta, recargando su cuerpecillo en una antigua columna, y tasajeando con furia, los rizos oscuros caían entre los charcos hediondos, una que otra cortada en el rostro por su mala presión, jamás tuvo un buen sentido de la ubicación y menos de su mismo cuerpo, ella estaba dispuesta a terminar con lo que él amaba, despintó lo que quedaba de labial, y entre gritos sin sentido cerró los ojos dejando caer la navaja, dejando caer lo que quedaba de ella, dejando caer todos los recuerdos, las canciones, los besos, la memoria, dejando caer su identidad, mientras susurraba algo parecido a un canto...

Lascia ch´io pianga
mia cruda sorte,
y che sospiri
la libertà;
e che sospiri...
e che sospiri...
la libertà...

   Al abrir los ojos volvió a mirar sus manos, miró la banqueta, pasando nuevamente la mirada por sus uñas, ahora sucias, las piernas que alguna vez fueron bellas, hoy eran dos cúmulos de costrosas visiones de polvo, no traía zapatos y sus hermosos pies hoy eran dos diques que sólo le habían llevado como zombie de un lado a otro, tocó su cabeza para desconocer un cráneo lleno de cicatrices y a rape, pasó su lengua por los dientes para descubrir algunos rotos y un muy mal sabor de boca, pasó sus pequeños dedos por el rostro para dejar ver y sentir algunos golpes y marcas que el tiempo le había regalado, apenas y harapos cubrían su cuerpo.
   Se levantó como pudo con el mismo bolso que llevaba al inicio del todo, sólo que ahora era viejo y descocido, pero igual de profundo y lleno de recuerdos que se reinician al abrirlo, asomó en su bolso viejo la que alguna vez fue Luna, y al levantar el rostro un grito de mil hienas salieron de sus cuerdas vocales, junto a la sangre caliente que brotaba a borbotones de su nariz, con el rostro empapado del líquido furioso y rojo como mil caballos degollados pasó sus manos por las mejillas para levantar la mirada, pues el pecho se le incendiaba con aquella sensación que viven los enfermos de pánico, desgarrarse la piel no basta, el cuerpo adormece hasta el punto del desmayo, mientras toda pared se comprime a nuestro lado, la locura explota una y otra vez; la mujer que alguna vez fue Luna se dejó desvanecer para levantar la mirada, otra vez en el espejo de aquel baño de cafetería donde solía ir con él, miró sus rizos, sus ojos despintados por haber derramado lágrimas al recordarle, varios toquidos en la puerta.
   —Está ocupado. —respondió con la voz entre cortada, el reinicio de aquel lugar donde Luna quedó atrapada, donde su mente le juega bromas, donde el infierno que trae por cabeza sale a la realidad condenada como fantasma a vivir una y otra vez el duelo de su abandono, salió del baño para comenzar otra vez, como un triángulo donde su mente quedó atorada en aquel descenso, la mente hoy le hace cosquillas en la razón a la mujer que alguna vez fue un descenso, que hoy acostada en aquella banqueta sucia del mercado Martínez de la Torre, sueña de vez en cuando en aquellas noches estrelladas con aquella última vez que fue Luna.

El Bolso
Maggy
(Acrílico sobre papel
Agosto, 2018)




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