Cabrito wéstern: una noche de copas, una noche loca

"Sin título"
13.7x10cm
Tintas sobre papel
José Alberto Hernández
ig: @beto._cowboy

La tarde del 31 de octubre de 1898 fue cuando volvió Valentín Perné; descendió en la estación de Villa Juglar, iba muy bien vestido, muy arreglado, con un traje negro que le daba la apariencia de ser un catrín. Regresaba a Paso Grande, lugar en el que vivía su adorada madre, una mujer orgullosa que acababa de haber heredado la fortuna del recién fallecido marido, un hombre llamado Jean-André Perné, señor que había traído mano de obra china para la construcción del ferrocarril en el estado.
   No daban ni las doce del día cuando Valentín sintió la primera punzada, necesitaba un buen trago etílico para soportar el palabrerío de su madre y sus tantas hermanas. Caminó hacia los establos de Villa Juglar y compró un caballo.
   —¿Sabe usté muchacho, cuánto cuesta un caballito sano? —le cuestionó el hombre que peinaba un potro.
   —No se me preocupe, don. Aquí yo le hago un cheque. —respondió el joven Valentín, apenas tenía veintiséis años; del bolsillo interno de su abrigo sacó una chequera y firmó, entregó el cheque al hombre y acarició a un caballo que supuestamente tenía el nombre de Matías.
   —¿Qué pueblo ta cercas de aquí? —cuestionó Valentín.
   —Pos ta Villa Juglar, y pos aquí pasando la lomita ta Santo Domingo de la Puerta —respondió el hombre al leer lo que había en el cheque— ¿Y yo que hago con esto?
   —Va pal banco y lo entrega y pos ya le dan el dinero.
   —¡Ah...!
   Santo Domingo de la Puerta era un pequeño lugar casi abandonado, pareciera que por él no había pasado ni siquiera Dios; había pequeñas chozas en las que vivían seis o siete personas, y eso era el mínimo; inmediatamente Valentín pensó en cómo le hacían los lugareños para caber allí. Detuvo a Matías en lo que parecía ser una pequeña cantina llamada Gallo Frío; parecía un salón construido como los clásicos en Estados Unidos, Valentín reconoció el estilo pues recién volvía de Fortuna. Entró, un hombre moreno tocaba la guitarra y cantaba en ebriedad. El dueño del lugar había nacido en la frontera y tenía una gran influencia por lo que él gustaba llamar la gringada.
   Valentín le dijo a su caballo— Pos chingue su má... Una no es ninguna, ¿apoco no?
   Ahora bien, luego de que rebuznara el caballo, Valentín descendió y piso las arenas. Para un joven catrín de la alta sociedad, un trago significaba una juerga de dos días. Amarró al caballo y se entrometió en el Gallo Frío.
   El cantinero era un hombre de unos cuarenta y cinco años, con un bigote muy bien peinado, de cabello oscuro y ojos grandes y saltones. Uno que otro lugareño miró de pies a cabeza al joven Valentín.
   —Échame un whiskito. —pidió Valentín.
   Al fondo del lugar, dos tipos de cuidado hablaban al calor de la cebada que se adentraba en ellos.
   —Ira nomás compadre, ansina yo le juro por la virgencita santa y mi madrecita questá en los cielos, que ansina yo lo vidé. Un chango tó prieto y chiquillo que gritaba que me quería chupar la sangre...
   —¡Ah que compadre tan pinchi! ¡Me cae de madre! ¡Seguro era uno desos puñales de la noche! —le contestó el otro.
   —Yo lo vi —insistió el primero—. Ese jijo astaba tó pálido como la shingada... ¡Y los labios moraos como de muerto! ¡Aparte andaba tó de negro! ¡Y tenía unos colmillotes como de perro! Verdá de Dios, ¿yo pa qué le vó mentir?
   El cantinero colocó el whisky sobre la barra para Valentín e intervino en la plática de los briagos.
   —Pos déjeme decirle, don Delfín. —dijo el hombre de los ojos grandes.
   —Me llamo Serafín, cabrón. No se haiga buey. —interrumpió con molestia.
   —Don Serafín, perdone usté. Pos güeno, déjeme decirle que ya hay varias de las muchachas que perjuran ver visto un buey como el que dice este pendejo. —prosiguió el cantinero.
   —¡Ah chingao! —exclamó con sorpresa don Serafín.
   —Ire compadre, sistá vinieron a dejar estos pinches anuncios de que se anda buscando ese méndigo. —prosiguió el cantinero; sacó un papel con un dibujo mal hecho del sujeto en cuestión.
   —Otro whisky. Por favor. —le estorbó Valentín Perné con su voz, los tres sujetos lo miraron como si lo odiasen. El cantinero sacó la botella y sirvió de nueva cuenta.
   Siguió bebiendo y escuchando muy atentamente las incoherencias de los ebrios; en el sitio había jóvenes que se prostituían con dichos borrachos, se contaba quel dueño de la cantina y de aquellas jovencillas era un hombre gordo, de bigote negro y espeso, era un hombre llamado Clemente Cuchillo de la Garza, se decía que había conectado un negocio con algunos chinos adictos al opio, ellos plantaban y el distribuía en la región; también conseguía mariguana para los despistados.
   Valentín bebía y bebía, escuchaba atentamente las canciones que los borrachos aullaban, las chicas reían a la par de esas voces. Para cuando Valentín se puso en verdá borracho, se le acercó una morenita llamada Emilia, una mujercita de cabellos negros y largos, con un lunar en la mejilla, ojos grandes y expresivos. Valentín miró las piernas torneadas de la muchachilla, a como era de suponerse, se jueron pa’rriba y echar una planchada... El sexo fue ebrio, desas ocasiones que uno anda arrempujando a la dama y a la par se le van creciendo las ganas de guacarear, pero se aguanta uno como re buen macho, nomás allí entre los gemidos y los líquidos, el joven Valentín acabó sobre los cabellos de Emilia, le dio retiharta pena decir lo que había hecho. Ahora eran cerca de las tres de la mañana del primero de noviembre; se acercó una vez más a la barra, el cantinero lo miró con desaire, el joven catrín estaba totalmente perdido.
   —¡A ver! ¡Échame una botellita de aguardiente ya pa’ irme!
   —Ora, pos aitá... —contestó seriamente el cantinero. Valentín pagó con uno de los dólares que le quedaban de su viaje, salió como entró, sólo que su sombrero no estaba bien posicionado, el caballo Matías lo miro, Valentín inmediato se puso a imaginar lo que el caballo debía estar pensando, algo así como esté jijo ya se puso rete pinchi pedo.
   —Ya ni la chingas, pinchi caballo moralista, no se me alebreste, canijo, ¿quiere chupe? —dijo Valentín y le inclinó la botella al caballo. Valentín sabía gracias a su padre que el billete era para gastarse, como aquella vez que perdió la virginidad, su padre lo había llevado con las mejores prostitutas traídas de Europa.
   En cuanto Valentín se fue de la cantina, el cantinero miró a la pareja de briagos con los que antes hablaba y les dijo— Méndigos catrines burgueses, mire usté... Pinche buey, hasta dio dineros de más. Por pendejo, ¿apoco no?
   Las callejuelas del poblado estaban repletas de arena y de aquel característico sentido de la desorientación producida por el alcohol y el sexo con aquella joven morenita. Valentín montó a Matías sin siquiera desamarrarlo del poste amarradero, se dio cuenta que su caballo no avanzaba por más que le diera de fuetazos, descendió de Matías y lo desamarró, volvió a montarlo, bebió otro trago de aguardiente como intentando aclarar su garganta, y allí se fue en el chingao caballo, no parecía dirigirse a ningún sitio, bien sabía que tenía que irse a encontrar con su santa madre y sus hermanas menores, dos guapísimas chiquillas, Rosaura y Amapola; se contaba que Amapola había nacido gracias a la infidelidad que jugó la santa madre de Valentín con el hermano de don Jean-André, era una especulación familiar aquella, en fin, Valentín sabía muy bien que todos en la hacienda aguardaban por él. El caballo caminaba despacillo sobre la arena, apenas y la levantaba, el pueblo iba quedando detrás, Valentín pensó que debió de haber comprado dos botellas para cuando esa se le acabara. El caballo rebuznaba queriendo hablar, siempre que Valentín bebía escuchaba la voz de algunos seres que no pueden hablar, por eso y más bebía.
   —A mí que se me hace que ya nos perdimos, mi Valentín. —dijo el caballo Matías.
   —¡Oh! ¡Ca-ca! ¡Cállese! —exclamó Valentín con mucha ebriedad en su voz.
   —Oh chingao, yo nomás digo, ah, que mi pinchi niño Valentín... —mencionó el caballo.
   Valentín miró una pequeña choza perdida entre la arena y el camino, dio una palmada en el cuello al caballo, esté reaccionó deteniéndose encabritado y diciendo— ¡Ah que la chingamos! ¡Ora, cabrón! ¡Si quiere que me detenga diga stop! ¡Pinchi educación vale pa’ pura madre!
   —¡Cállese, pinchi caballo canijo! —dijo Valentín y bajaba del caballo, sacó su Smith & Wesson calibre cuarenta y cuatro y con las patas no respondiendo del todo por el alcohol que corría dentro de su cuerpo, intentó aproximarse pa’ ver de que se trataba aquel lugarcito, quizás hasta se conseguía un compadrito de juerga... Volvió a tomarle a su botella, la garganta como que le raspaba, a lo lejos había hartos nopales.
   La luna parecía andar bien quieta, como mirándolo, con algunas nubes grisáceas acompañando su presencia; Valentín, por muy ebrio que anduviera logró sentir una sombra que merodeaba por el sitio, que lo vigilaba, a la lejanía, Valentín dijo —Chingué su ma... — y a la par soltó un balazo para asustar a quien intentara acercársele.
   Matías relinchaba, el caballo ya había visto un par de ojos rojizos llenos de violencia, estos miraban directamente a Valentín, que se acercaba cada vez más a la casucha abandonada, miró patrás. Justo detrás estaba un sujeto, parecía indito, pero todo maquillado, como empanizado en polvo blanco, con sus labios pintados de color negro y sus ojos delineados, andaba vestido de noche y sus cabellos estaban re bien peinados, tal como Benito Juárez, es más, hasta le daba un aire al Benemérito.
   —¿Y ora tú, canijo? ¿Pos qué le pasó? —preguntó Valentín al dar un saltito, dio sonidos diminutos de hipo, borracho aún y mirando al sujetito.
   —Soy una creatura di la noche. Un muerto viviente. Dil ejército di las sombras... —mencionó con tranquilidad el sujeto en cuestión.
   —¡Ah chinga! ¿No quieres un chupe? Te veo medio pálido, mi buen. —dijo Valentín, extendió la botella, el sujeto ni siquiera se movió.
   —Mi único sustento pa’ seguir viviendo is la sangre di los vivos... Ti voy a chupar la sangré.
   —¡Ay no te la mames, canijo! ¡Mejor éntrele con un trago!
   —¿Pa’ ondé ti dirigías?
   —Pa’ la hacienda de mis padres, por ai, por ai...
   —¿Y di ondé vinías?
   —Ah, pos fíjese, vengo de los estates, nomás que ya mejor me regresé. Pos que asegún mi padrecito ya se nos petatió... Pasó a mejor vida.
   —Yo ti veo muy güero, ¿di ondé era tu padre?
   —Mi padrecito santo...
   —¡Ni mi menciones isas palabras! —interrumpió la criatura de la noche, que más bien parecía nopal mal maquillado.
   —Ora tú... ¿Tas bien? Bueno... Pos mi apá era de Francia, mi amá española, llegaron aquí y pos ora sí que a mí y a mis hermanitas nos pegó más lo destás tierritas, paisano.
   —No somos paisanos, yo nací en Valaquia...
   —¡Ah chirrión! ¿Pos qué rancho es ese, cabrón?
   —¡No sea güey...! Valaquia is la tierra donde vivió il príncipe di la noche.
   —Ah ya... Pero, pos usté parece de Oaxaca, méndigo, ¿qué apoco así son en tus tierritas de Vaquita?
   —¡Valaquia! ¡Borracho ignorante!
   —No, pos que güeno, si usté lo dice... Pos güeno, ya que no se va echar una copita conmigo, pos ai nos vemos, rete güenas noches...
   Valentín dio dos pasos.
   —¡Momento! —gritó el tipo, comenzó a mover sus manos de arriba hacia abajo, era un movimiento casi hipnótico.
   —¡Ora! ¿Pos qué te pasa? ¿Tienes artritis o qué, condenao? —gritó Valentín, entonces reaccionó— ¡Ah, jijo! ¿Qué no eres tú el buey que anda buscando la justicia? ¿El cabrón que dicen los borrachos de ai en el pueblo?
   —Mi nombre es José Von Morte. Asiguramente soy quien mencionas. —contestó seriamente, con aires tranquilos, mostró sus dientecillos, parecían haber sido afilados, tal y como lo expresó el briago en la cantina, parecían dientes de perro.
   —Bueno, pos muy güenas noches tenga usté, José. —respondió Valentín, sin guardar su revólver y dio otros pasos más.
   —Istá noche no ti vas, istá noche ti beberé la sangre...
   José Von Morte se abalanzó intentando dar una gran mordida, sus uñas larguísimas y puntiagudas habían sido afiladas por él mismo. El caballo relinchaba inquieto, Valentín se hizo sólo para atrás y la criatura de la noche cayó tontamente sobre la arena, miró bruscamente al catrín, con su mano en la pantorrilla del ebrio lo hizo caer, la botella empezó a escupir el aguardiente. Valentín echó a reír y soltó una patada en la cara de José, que gritaba como un loco maniático; Valentín logró empujarlo y el loco aquel quedó entre las arenas; Valentín aún medio borracho se arrastró hacia la botella y el revólver, las tomó, se empinó la botella y bebió; José Von Morte parecía haberse hecho invisible, Matías estaba como loco; Valentín se levantó, tenía en su mano derecha la pistola y en la izquierda la botella; fue de pronto que la botella se rompió en sus manos, José había arrojado una piedra que terminó por quebrar el tesoro de Valentín Perné.
   El catrín miró con odio al reaparecido que corría hacía él, levantó su mano con el revólver y soltó un disparo a la cabeza de José Von Morte, volando sus sesos y la sangre para que mancharán la arena. Matías salió corriendo, Valentín se tiró al piso, arrojó el revólver y pegó sus labios en la arena para rescatar el preciado aguardiente.
   Así se quedó dormido, junto al recién muerto, la noche siguió su curso; para cuando despertó se encontró con una resaca espantosa, se levantó como pudo, su atuendo y cuerpo estaban todos sucios y empolvados, tenía arena y vidrios en los labios, rasguños en su rostro, había perdido el sombrero, sus botas estaban llenas de sangre, a un lado de él, se encontraba el cuerpo pequeño de José Von Morte sin rostro; una diligencia se aproximaba por el sendero, levantaba poco polvo.
   —Pinchi caballo, mal amigo... —se susurró Valentín.
   El hombre que dirigía la diligencia vio la escena desde lo lejos, fue frenando poco a poco a los caballos. Miró al joven Valentín Perné y le preguntó— ¡Ora! ¿Pos qué diantres pasó aquí?
   —No... Posese... Quesqué criatura de la noche y no sé que chingados de Vaquita... Que me eiba chupar la sangre... Lo tuve que matar... —contestó Valentín— Y luego mi caballo se me escapó...
   El hombre echó un vistazo al muerto y dijo con sorpresa— ¡Ah! ¿¡Pos que no es el que andaba buscando la justicia!? Hay una recompensa muy buena por este...
   —Este canijo se quedó sin jeta... Ya no sirve pa’ ni maíz... —dijo Valentín.
   —No pos qué pinchi mala suerte tienes, muchacho... —le respondió el señor, echó otro vistazo más— Como que le da un aire al hijo de doña Pancracia, la bibliotecaria de Villa Juglar... Y tú, ¿pa’ onde vas?
   —Pa’ la Hacienda Perné... Ai mero. —contestó Valentín; el señor aquel ofreció llevarlo, pero al pueblo más próximo, Santo Domingo de la Puerta... Valentín caminó perdido por el pueblo, vio de frente la cantina el Gallo Frío y pensó pos una no es ninguna...




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